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MIGUEL ANXO PENA GONZÁLEZ 130 valente fuese el castellano, frente al latín académico y eclesiástico. De esta manera, al tiempo que los reinos peninsulares iban logrando cierta presen- cia en los contextos socio-políticos de la Cristiandad, intensiicaban, tam- bién, el intento por hacerse presentes en los diversos entramados sociales y culturales de sus reinos. Después del Cisma de Aviñón era necesario restaurar una Cristiandad que respondiese a las características propias y peculiares de los nuevos tiempos, donde el incipiente humanismo iba to- mando fuerza, lo que se relejaba tanto en los ámbitos cortesanos, como en los académicos, también en nuevas preocupaciones e intereses. La convocatoria del Sínodo de Basilea, hecha por Martín V, fue bien recibida en Castilla, por lo que los intentos de Eugenio IV por anularlo generaron cierto descontento. Castilla tenía ya conciencia del papel que allí le correspondía. La lucha abierta entre el Papa y el Concilio creó tam- bién cierto malestar en la Corte castellana de Juan II. Desde momentos tempranos, Eugenio IV procura buscar el apoyo del soberano de Castilla, frente a los planes de Basilea. Para el soberano castellano, el apoyo vendrá matizado a partir de sus propios intereses, entendiendo que Papado y Con- ciliarismo, eran algo más que dos interpretaciones eclesiales enfrentadas. Según Villarroel González, en el período comprendido entre el Conci- lio de Siena y el de Basilea quien se vería beneiciada sería la Monarquía. Así, el apoyo castellano a los intereses pontiicios podía pasar poco me- nos que por un apoyo moral a sus pretensiones, salvo en el caso del enfren- tamiento con Aragón. Pero el Pontiicado seguía teniendo muchos resortes para beneiciar a la Monarquía y mostrarle su apoyo: privilegios, concesio- nes económicas, concesiones beneiciales… 19 . La tradición castellana, en este sentido, venía sustentada a partir de la soberanía popular, que podía ser también entendida como un equilibro de fuerzas, al estilo de lo que proponía y pretendía el Conciliarismo, donde rey y pueblo tenían sus propios derechos y deberes. En este sentido, la paradoja resultaba del hecho de que el rey defendía, en el marco de la Cristiandad las tesis conciliaristas, mientras que en el propio castellano, tendía hacia una interpretación de corte autoritario, donde la igura esen- cial y casi única era el rey, como soberano. Esa supremacía del rey, al mis- mo tiempo, se podía sostener por el hecho de que la jerarquía del reino castellano estaba fuertemente fragmentada, por lo que el reparto del po- der y su control era favorable al Rey. El interés de Castilla por estar presente en Basilea, no respondía sólo a una preocupación que orientaba su mirada hacia la Cristiandad en la que, en un futuro, se podía abrir la progresiva construcción de una res publica 19. o. v illarroel g onzÁlez , El rey y el papa , p. 112.

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