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todo, era la ley eterna 11 . Por lo cual, todos los animales racionales e irra- cionales participaban de esa ley eterna. En ese contexto, el hombre era el único ser que lo hacía por su inteligencia y razón. Partiendo de este prin- cipio general, la ley natural era, precisamente, la participación de la ley eterna en la criatura racional. En palabras del jurista Juan Ginés de Sepúl- veda, la ley natural «es la que hace que el hombre bueno discierna el bien y la justicia de la maldad y la injusticia; y no sólo el cristiano, sino todo aquel que no ha corrompido la recta naturaleza con su conducta deprava- da, y tanto más cuanto cada uno es mejor y más inteligente» 12 . La ley natu- ral, por otra parte, y de manera complementaria, estaba sustentada en la razón humana, que se entendía era la única válida y justa para todos los hombres 13 . Santo Tomás, por otra parte, precisaba que la ley era una medida o regla de nuestros actos que nos inducía a obrar o dejar de obrar. Esa regla y medida era la razón y, de este modo, la ley era siempre algo que se entendía estaba en estrecha relación con ese ámbito del pensamiento. Por otro lado, las leyes humanas asumían un conjunto de características que, partiendo de los preceptos de la ley natural, descendían a lo particular según la recta razón; teniendo que estar siempre ordenados al bien común. Por este motivo, la institución de las leyes humanas correspondía a todo el pueblo o a quien hiciera sus veces. Por su parte, la ley humana positi- va era una ordenación de la razón al bien común, promulgada por aquel a quien correspondiera el cuidado de la comunidad 14 . La ley o el derecho natural, por participar de la ley divina eterna, era algo inseparable, puesto que cualesquiera leyes o preceptos debían deri- var de ella y de la obligatoriedad de obrar el bien y evitar el mal. No se podía tampoco olvidar su condición de universalidad, tanto en cuanto a su cognoscibilidad como a su validez. Por esta razón, los autores de la Edad Moderna, que se encuentran ante un mundo nuevo, la tendrán espe- cialmente en cuenta, resaltando siempre la peculiar condición de ser algo de carácter inmutable. 18 Miguel Anxo Pena González 11 Cf. S. Th. , I-II, q. 91, a. 1; q. 93, a. 1-3. 6; q. 94, a. 2. 12 J. Ginés de Sepúlveda, Demócrates segundo o de las causas justas de la guerra contra los indios, 2 ed., Madrid 1984, 12. 13 Cf. M. T. Cicerón, De Legibus, in: Collection des Auteurs Latins, t. X, Paris 1843, 370-372. El uso de Cicerón por parte de los autores de la Escuela de Salamanca venía filtrado por fuentes indirectas de Lactancio y San Agustín, ocupando un papel de suma importancia. Cf. A. Ortega, El humanismo salmantino en la Conquista de América, in: F. Martín Hernández-A. Ortega-R. Hernán- dez Martín, Humanismo cristiano, Salamanca 1989, 143. 14 Cf. S. Th. , I-II, q. 90, a. 1, 3.

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