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Miguel Anxo Pena González 85 ISSN 1540 5877 eHumanista 29 (2015): 72-91 un detalle más de los nuevos tiempos, sostendrá otra tesis: la autoridad civil 35 que, en vez de buscar el Bien Común, persigue su propio provecho, cae en tiranía y, por lo mismo, los súbditos podían alzarse en la búsqueda de derechos naturales superiores, anteriores a la observancia de la legalidad positiva constituida. Este problema, que posteriormente será aplicado por Juan de Mariana hasta las últimas consecuencias, 36 ha sido tradicionalmente leído en clave secesionista, pero hay una segunda fórmula que tiene también gran importancia. Se trataría de aquella que se refiere al mundo de las creencias, a la propia fe y a la expresión de la misma. Respecto a esta cuestión, se trataba de alcanzar un diálogo válido para las relaciones humanas. Suá- rez entenderá el derecho como una facultad moral inherente al titular del mismo. Y por ello, sitúa el derecho de gentes en una mentalidad nueva, a medio camino entre el natu- ral y el positivo. El derecho natural, de carácter comunitario, suponía ser generador de poderes comunitarios, civiles o no civiles, nacionales o supranacionales, teniendo como fin particular el bien común público. De esta manera, el Bien Común era legitimación y defensa de toda institución y actuación de carácter público. No se trataba de algo nuevo, sino de pequeños matices que ayudaban a buscar nuevas salidas a los problemas a los que los autores habían de dar respuestas. Y, frente a los abusos, estaba permitido el poder de autodefensa, que venía a sus- tentar los derechos humanos fundamentales, como eran la libertad de reunión, de pala- bra y conciencia; así como la libertad de religión, de pensamiento y opinión, llegando incluso a la protección de la vida del propio individuo, que pasaba también por la liber- tad de acceso a un derecho justo, en todas las estructuras del Estado. Aplicados a la libertad religiosa y de conciencia, estos principios tenían unas consecuencias singulares en la situación que estaban viviendo los católicos ingleses, ante la persecución a la que los estaba sometiendo el rey Jacobo I de Inglaterra, obligándolos, en la práctica, a renunciar a su fe. Esto suponía también una novedad ra- dical, abriendo oportunidades –aunque teóricas– para aquello que venía siendo deslegi- timado por la fuerza. El rey inglés exigía la práctica medieval del juramento, que tenía un corte sacral, pretendiendo con ella garantizar su supremacía, autonomía y seguridad personal. En el juramento se exigía que los católicos reconocieran expresamente que el Papa no tenía del mismo Báñez o Juan de Santo Tomás. Bartolomé de Medina lo expresaba de una manera que se ha hecho clásica: ―Sed mihi videtur, quod si est opinio probabilis, licitum est eam sequi, licet opposita pro- babilior sit‖ ( Expositio in Primam Secundae 309 [q. 19, art. 6]). Suárez, por su parte, lo propondrá como clave de interpretación jurídico-moral, basándose para ello en el mismo aserto clásico lex dubia non obli- gat que, además, acompañará con otros principios de certeza práctica: v. gr ., in dubio, vel in pari re, me- lior est causa possidentis ; bonum commune suprema lex est , convirtiendo de facto la duda en una certeza de orden práctico. 35 Su formulación es profundamente clara: ―Bonum commune est mensura primum principium per quod mensuratur iustitia, utilitas et convenientia legis.‖ (Suárez, De Legibus. I. De natura legis 103-105 [lib. I, cap. 6, 4]). 36 El jesuita, en su obra De rege et regis institutione libri III (1598), entendía la monarquía como el medio más apropiado para defender el orden público, la justicia y la libertad (lib. I, cap. 2, págs. 25-27). Pero, en la firme consideración de que los príncipes legítimos no habían de ejercer nunca una soberanía absoluta, sino siempre en vinculación directa con la ley, consideraba que ésta obligaba de manera especial al príncipe, a quien correspondía defender y guardar esa ley. Para lograrlo, se entendía que él tenía que ser ejemplo para los súbditos (lib. I, cap. 9, pág. 107). El no cumplimiento de dichos límites legales llevaba a juzgar que el soberano no podía ser considerado como príncipe, puesto que no practicaba la humildad y la justicia. La acción derivada era que se podía poner freno al que así actuaba, estimándolo como un tirano (lib. I, cap. 5, pág. 56), pues su comportamiento era el propio de una bestia feroz e inhumana, por lo que el pueblo podía usar de todos los medios para despojarlo (lib. I, cap. 6, págs. 74-75). Como fundamento, también en este autor, estaba la idea de que la comunidad es soberana habitual de la potestad civil, puesto ―que cuando todos han llegado a un acuerdo común, es superior a la del Príncipe‖ (lib. I, cap. 8, pág. 92).

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