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Miguel Anxo Pena González 84 ISSN 1540 5877 eHumanista 29 (2015): 72-91 Por si fuera poco, tampoco se puede obviar que Francisco de Vitoria consideraba las guerras entre príncipes cristianos como algo aberrante, entendiendo que cuando éstas tenían lugar, lo realmente importante era promover la necesidad de reconciliación, para así poder alcanzar la paz. Incluso se puede deducir que el principio del Bien Común exigía suavizar la rigidez de la justicia, lo que suponía como aplicación concreta casti- gar al enemigo con el menor daño posible. Era una búsqueda de la paz que podía alcan- zarse sin exacerbar a los pueblos, sin aniquilar al enemigo y sin continuar fomentando el odio. El principio aplicado llevaba a considerar que la paz no fuera ocasión para una nueva guerra, como se estaba viviendo y experimentando entre los príncipes cristianos. Pero, al mismo tiempo, la paz no podía quedar reducida a una tranquilidad comprada a cualquier precio. Se trataba de un derecho fundamental e inalienable de todos los pue- blos, que debía alcanzarse en justicia y libertad. Y, precisamente por ello, la guerra apa- recía como un medio coercitivo necesario. De esta manera, el principio podía ser apli- cado igualmente en Europa o en Indias, entendiendo que todos los pueblos tenían dere- cho a su libertad haciendo referencia también a las minorías. 5. La libertad de conciencia Proponemos un último aspecto, quizás menos tenido en cuenta, pero que consi- deramos refleja también esa sensibilidad renovadora de lo que hemos dado en denomi- nar como humanismo cristiano. Se trata de la libertad para pensar y creer; tema que hoy ha cobrado una gran fuerza, pero que en otras épocas ha quedado oscurecido por cues- tiones que aparecían como más imperiosas o flagrantes. El sentido de los nuevos tiempos hará que estos autores se preocupen y miren, a un mismo tiempo, hacia cosas muy diversas y dispares. Un ejemplo claro de ello es la amplia reflexión abordada por el jesuita Francisco Suárez; por ser el final de una época y sensibilidad, sus preocupaciones y temas de reflexión serán ya otros, pero se basarán en los mismos principios comunes. En este caso el Bien Común se concretará en la con- ciencia socio-política y en la atención a la soberanía popular (Pena González 2012). El teólogo intenta formular una teoría de la soberanía y del Estado que estuviera sustentada en la voluntad y consenso humano. Precisamente por ello, Suárez afirmará sin ambages que Dios no ha concedido al soberano poder alguno. Por un lado suponía que la soberanía residía en el pueblo, con el que los monarcas realizaban un pacto y en el que se entendía que siempre debían quedar salvaguardados los intereses de la comu- nidad, quien, mediante el pacto, los depositaba en el príncipe. Por este motivo, se trata- ba de un contrato que abría las puertas no sólo a situaciones factibles, como qué ocurría cuando el soberano no cumplía su parte del pacto, sino que en línea con su teoría políti- ca, abría la puerta al derecho de resistencia. 33 El fundamento, lógicamente, no lo había puesto Suárez: Vitoria ya había defen- dido que el poder es anterior al Príncipe y, por lo mismo, se encontraba en la República, donde residía la soberanía, por derecho divino y natural. Suárez, siguiendo la misma senda, pero con mayor libertad, a partir de la aplicación del probabilismo moral, 34 como 33 En 1606, el rey Jacobo I de Inglaterra imponía a sus súbditos católicos un juramento de fidelidad, por medio del cual debían declarar que él era el soberano legítimo y supremo del reino, entendiéndose que ningún otro poder extranjero tenía jurisdicción para interferir en el gobierno del Estado; y lo que podía ser más importante: que nadie tenía autoridad para condenarlo, obligando a sus súbditos a una obediencia que no respetaba los límites de la responsabilidad y decisión personal. Por su parte, Francisco Suárez sostenía que la libertad de cada individuo era aplicable a una comunidad, ya fuera de un simple individuo o de un Estado (Suárez, Defensio fidei. III. Principatus politicus , 25 [II, 2]). 34 El probabilismo moral se extendió y aceptó rápidamente en los contextos teológico-morales hispánicos, y de modo general en dominicos y jesuitas. Entre sus primeros seguidores se cuentan figuras de la talla

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