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366 consecuencia surgirá el derecho. De tal suerte que la fuerza es la que engendra a la ley en nombre de los intereses superiores de una comunidad más amplia y progre- sivamente también más diferenciada desde el punto de vista económico y social. La guerra pretendía asegurar el desarrollo de las comunidades y, por lo mismo, la creación de un orden político, por lo que continuará siendo funda- mental en la evolución de nuevas estructuras sociales. Y, al mismo tiempo, el poder militar resurge como fuente inagotable de soberanía, siendo siempre útil a algún fin. En este sentido, se evidencia que la guerra no era –igual que hoy– algo que afectaba exclusivamente a lo político, sino que estaba estrecha- mente imbricada a los cimientos de la civilización. 2 . El cristianismo y la guerra De manera general, podríamos decir que hasta Constantino la actitud del cris- tianismo frente a la guerra fue claramente pacifista, rechazándose la partici- pación de los creyentes en la guerra y en el ejército. A la base estaban concep- ciones que respaldaban el derramamiento de sangre como algo pecaminoso 7 y que la paz era un rasgo identificativo de los cristianos. A esto se unía una interpretación teológica, que comprendía que Dios era la paz para ellos, por lo que debían alejarse de la guerra y de las virtudes militares. Este hecho explica que los cristianos no participaran en la rebelión judía del siglo i . Por su parte, frente a las persecuciones del siglo ii optarán por el martirio y el alejamiento de la vida pública. Así se explica que sólo al final de este siglo encontremos a cristianos formando parte del ejército romano. Y aunque seguirá existiendo cierto rechazo hacia la vida militar y desconfianza hacia lo bélico, ya no estará prohibida la profesión de las armas, aunque existirá cierta animadversión hacia el derramamiento de sangre, la destrucción y cualquier forma de violencia. Esto chocaba abiertamente con la visión veterotestamentaria, que tenía una acusada tendencia a sacralizar lo bélico, especialmente el conflicto armado moralmente justificado, llegando incluso a mostrar posibles connotaciones sagradas, que aparecían como incuestionables. El pueblo de Yahveh libraba guerras en nombre de su Dios. En la conciencia de que era éste el que inspi- raba y ordenaba al pueblo, quien lo ayudaba y quien lo dirigía por medio de jefes religiosos, particularmente carismáticos. Y, por si esto fuera poco, era su propio Dios el que determinaba, de manera indirecta, si el enfrentamiento había de terminar en victoria o derrota. 7 Parece importante señalar cómo esta concepción no estaba tan vinculada con la Biblia, cuanto con la interpretación del pensamiento de Cristo, basado en el amor y la compasión. miguel anxo pena gonzález

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