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372 del mismo. Agustín considerará que los grandes Estados sin justicia no son otra cosa que robo a gran escala. Los Estados paganos tenían que ajustarse a esta descripción, pero los Estados cristianos, o al menos con gobernantes cris- tianos, podían ser justos. Si un emperador defendía la fe cristiana sus dominios debían ser ensanchados. La objeción puesta a los Estados grandes desapareció y Agustín pudo alabar a Dios por las notables victorias de Constantino y Teo- dosio. Su argumento en esta cuestión parece venirse abajo. Su explicación de la invasión bárbara, como castigo por los crímenes de la Roma pagana, apenas explicaba por qué la expiación había de ser hecha por la Roma cristiana; pero este argumento no preocupó realmente a Agustín. El ascenso y la caída de las naciones no eran cuestiones de suma importancia para él. La eternidad no podía ser prometida a Roma ni a ninguna institución terrenal, pues nada es eterno salvo el Reino de los cielos. La vida terrena no interesa gran cosa. Pueden despojarnos de nuestros bienes, pero no pueden privarnos de los teso- ros celestiales. 19 No hay, pues, una necesidad esencial de explicar por qué Dios deba soportar que un Imperio caiga y surja otro. De alguna manera, el argumento agustiniano invertía el sentido literal del mensaje de Jesús y abría el pensamiento y, particularmente, la ética cristiana a la posibilidad de sacralizar la guerra. La presión con la que los bárbaros estaban amenazando y sometiendo al Imperio exigía una respuesta, por la que también los creyentes estaban justificados a tomar las armas en defensa del Estado, sin que se les pudiera acusar de homicidio, en la conciencia de que seguían a una autoridad legítima cuyo poder, además, derivaba de la voluntad directa de Dios. Por si esto no fuera suficiente, quedaban exculpados de ir contra el decálogo, pues cuando luchaban con la espada contra los herejes que violaban la ley de Dios y la doctrina católica, su intención era justa y estaba guiada por la caridad, en la búsqueda del bien y la paz. El poder público era el instrumento que debía dirigir la persecución armada de la herejía y las auto- ridades eclesiásticas tenían que recurrir a él para coaccionar o castigar a los desviados y cismáticos. La guerra quedaba justificada por motivos religiosos, bien fuera para salvaguardar la ortodoxia, o para la defensa de la propia Iglesia. Por ello los conflictos armados no sólo eran justos, sino también sagrados y, de hecho, en la opinión de san Agustín se podía intuir que el concepto de guerra justa resultaba inseparable del de santa. Su misma opinión de la Iglesia, que no es una sociedad de santos com- puesta sólo de elegidos, que no ha de equipararse a la del cielo, de una Iglesia en la que el trigo crece en medio de la cizaña hasta el momento de la reco- 19 S. Agustín, De Civitate... , XIX, 11 (CCSL 48 , 674 - 675 ). miguel anxo pena gonzález
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