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MIGUEL ANXO PENA GONZÁLEZ R. I ., 2001, n.º 223 706 responde ser todo falso. La razón es lógica, pues si se hubiesen ejecutado las cédulas reales, por ser los indios fieles vasallos del rey, se habría evitado toda esta duda, alcanzándose mayores frutos de las misiones, puesto que los misione- ros no se habrían tenido que dedicar a actuar como legados de la causa indiana. Con todo, considera que existe buena voluntad por ambas partes, aunque en el fondo prevalecieran los intereses de unos pocos. Al mismo tiempo, compara aquella realidad con otras provincias de las Indi- as, donde los naturales en circunstancias parecidas, tampoco se han levantado y sublevado contra los blancos. Recurre como ejemplo clarificador a los indios de la costa de Coro, de los que se decía que se sublevaran contra el rey. La realidad había sido otra y él la da a conocer. Puesto que en aquella costa, próxima al lago de Maracaibo, fueron una docena de indios los que salvaron aquellas tierras de la invasión de los franceses. Compara el número de hombres oponiendo 12 contra 60, y estos últimos armados. Su mensaje parece no ofrecer ninguna duda. Por si al monarca estos datos no le fueran suficientes para comprender la ne- cesidad de velar por sus vasallos más indefensos, le presenta todavía más testi- monios. Muestra datos claros de cómo se han acostumbrado a la vida ‘civilizada’ y han asumido la doctrina cristiana los que han gozado de libertad justa. De ellos se conoce que han edificado los templos de sus pueblos de misión, casas para los doctrineros así como para los viajeros, amén de pagar puntualmente el debido estipendio al doctrinero, «tratándole con mucha reverencia». Narra el someti- miento de toda la comunidad a la autoridad del cacique, que vela por su pueblo y atiende a sus necesidades. Añade además, algo que era de singular importancia para ganar el favor del rey, el buen servicio y atención que prestaban a los espa- ñoles, por lo que recibían una pequeña compensación económica. Por si se pudie- ra entender que eran argumentos suyos propios, dice haber sido todo esto atesti- guado por el P. Hipólito de la Soledad. La defensa de los indios la convierte ahora en ataque directo contra los en- comenderos. Le extraña que éstos no se hayan ya levantado ante las tiranías a que los someten sus señores, por lo que cree que no se les debe considerar como ladi- nos, en razón de que comprenden y saben distinguir lo bueno de lo malo. En las actuaciones que los encomenderos mantienen hacia ellos, no obtienen más que perjuicios, teniendo que someterse a lo que los encomenderos les dictan con de- trimento aun de su vida espiritual. Le preocupa especialmente que los indios no conozcan todavía la doctrina cristiana y los sacramentos, de lo que son directa- mente responsables los encomenderos. Esta realidad que ha perfilado por medio de unos cuantos rasgos, la ejemplifica ahora en la persona de un indio al que califica de «desfigurado y desnudo». Narra los pormenores de su diálogo con él. Afirma que el indio le dijo ser esclavo, identificando la esclavitud con un some- timiento de la propia vida a la voluntad del amo, concurriendo además en ello un manifiesto maltrato físico. El misionero se muestra indefenso ante este hecho por lo que ruega ser escuchado por el soberano, entendiendo que no se puede identi-

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