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han de guiar al teólogo en el profundo y espinoso tema de la historia. Es para recordar en este momento . el incitante ejempio de Suárez. Es mérito suyo haber elabora– do la primera síntesis metafísica, plenamente autó– noma, y no mero comentario a la de Aristóteles, en sus Disputationes metaphysicae, iniciadas en la ciu– dad de Salamanca. Lo ejemplar del caso para nos– otros es que la gran obra nace por exigencias de la teología. El mismo Suárez nos dice en su proe – mio ad tectorem que, al exponer la teología, advir– tió que necesitaba de conceptos metafísicos preci– sos. Suspende entonces sus publicaciones teológi– cas para elaborar la primera síntesis metafís ica, nacida, por lo mismo, de las exigencias íntimas de la teología. Parece que hoy nos hallamos en situación idén– tica respecto de la teología de la historia o historia de salvación. Los teólogos, conscientes de su mi– sión en esta hora, se han puesto afortunadamente a la faena de hallar una interprntación cristiana de la historia a la altura de los tiempos. No superfic iai, sino profunda. Necesitan, por lo mismo, que en las laboriosas canteras del filosofar se labren las pie– dras y sillares para la nueva catedral del espíritu. Que esto no sea pretensión atrevida de filósofo ingenuo, lo confiesan los mismos teólogos que han puesto su mano a elaborar una teología de la his– toria. Adolf Darlap, en su pensada introducción a la obra ya citada, Mysterium salutis, escribe textual– mente: "Necesitamos una filosofía y una teología · 22
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