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UNA SELVA IIUNIEDA Y CALIDA Aunque había recibido muchas confidencias sobre el lugar de mi futuro trabajo. la verdad es que imaginarse el paisaje monótono y, a la vez, maravilloso de la selva tropical amazónica no es fácil. Llegué a Quito el 18 de abril de 1970. Tenía 39 años. Había recorrido una generosa primera mitad de mi vida, en la Europa tem plada de ese primer mundo, que se cree poseedor de los valores y conocimientos básicos de la humanidad. Partir para América, piensan muchos, es para dar de lo que poseemos, no para enriquecerse de los muchos tesoros encerrados en tierras y gentes de este nuevo hemisfe rio. Pero, ¡cuan errados están! Mi rincón estaba ubicado en el río Napo, en una pequeña pobla ción llamada Nuevo Rocafuerte, a orillas del majestuoso río Napo, tejos de casi todo y dentro de una naturaleza exuberante. ¿Cómo sería la realidad! ¿Y cómo entraría en ella! El día 1$ de mayo, un mes después de mi llegada desde Europa, en el aeropuerto de Quito, abordaba una avioneta de doble cola y dos motores, uno delante y otro detrás, que pensaba llegar hasta el coman do militar de Tiputini, en el río Napo, a unos 30 km más arriba de Nuevo Rocafue;ie. Ibamos tres personas y yo encerraba en mi interior un cúmulo de impresiones, arropadas en el susto de un vuelo en esa cáscara de nuez. Pasamos cerca del volcán Cayambe, envuelto en su eterno manto blanco de nieve y, poco después, comenzábamos a des cencler hasta los 1 .t)00 ni, para abordar una inmensa selva verde parda, en donde aparecían, de trecho en trecho, pequeños manchones rojizos y amarillos. Líneas plateadas, más o menos gruesas, cruzaban la selva y en las más anchas, que correspondían a los ríos principales, se veían espacios de arena grisácea que arropaban el curso serpenteante del azua. A la hora de iniciado el vuelo nos colocábamos por encima de un inmenso río, el Napo, y, siguiendo sti curso, llegábamos a Tiputini. La pista en que aterrizamos era de tierra; la avioneta saltaba mientras 9

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