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hermanas preparaban al enfermo y me acomodaban un pequeño botí— quín: dos plasmas, una dosis complementaria de antibióticos, unas ampollas de morfina y de analépticos y unas jeringas. El helicóptero era muy pequeño, de gran maniobrabilidad. Lle vaba dos ametralladoras a sus lados con mando electrónico. En el lado derecho se acomodó el piloto y yo detrás de él. El lado izquierdo daba un espacio justo para la camilla. Colocamos el plasrna colgado de una barra del techo y yo me acomodé para el viaje. l’odo parecía una burbuja de aire, abierta a la luz por todos los lados menos por abajo. Oswaldo estaba dormido con la morfina aplicada y respiraba suficien temente bien. Las hemorragia.s se habían calmado y. prodigiosamente, la vía respiratoria alta no estaba inundada con la sangre del paciente. Era mi primer vuelo en helicóptero y no sabía si me iba a marear. Cuando subimos y planeamos sobre la selva, a menos de 50 metros, me parecía un espectáculo prodigioso. si el momento no fuera tan dramático. Llegamos a Coca en una hora. repostamos combustible sin movernos del helicóp tero y reemprendimos el viaje hacia Pastaza. La sel va se iba haciendo más irre gular, con pequeñas eleva ciones y zonas profundas y una llovizna comenzaba a caer. Las nubes eran más densas, entre espacios de claros azules. Ya se notaba que el sol había bajado mu cho y el atardecer estaba enci mi. Llegamos a Pasta- za con lluvias suaves, cuan— do eran las cinco y media, Al tondo se veía la entrada en las vertientes de la sie rra, oscura como boca de lobo. El piloto me decía, a través del micrófono, que sería imposible viajar hoy mismo hacia Quito. Nos esperaba una ambulancia en el aeropuer to de Pastaza y llevamos al herido al pequeño hospital (v 52

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