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indígena quichua, alcanzaba en la época los 4000 habitantes, todos dispersos a lo largo de ambas riberas del río, formando pequeñas co munidades. No existen otros medios de locomoción que los fluviales. Muchos emplean la canoa a remo o a palanca y todo aconseja un rit mo tranquilo y síli prisas. El correo llega dos veces al mes, cuando funciona bien y siem pre permite gozar de la felicidad de la carta esperada, cuando llega o el ejercicio de la paciencia cuando, los mil imprevistos de un recorrido tan largo, la detienen en cualquier puesto del camino. Pero, ¡quién no tiene junto a sí una naturaleza tan rica y tan llena de paz para soportar estos pequeños sinsabores de la vida! El Hospital Franklin,Tello era en aquel entonces un pequeño hospital de madera, púleramente mantenido por el coraje y dedicación de las hermanas. Junto a él se levantaban una serie de edificios con estructura metálica y bloqties de cemento, de una sola planta y que albergarían con el tiempo el nuevo hospital. Yo pensaba si encontraría las mínimas cosas para un trabajo eficiente, siempre soñando en una labor que permitiera aliviar el dolor humano y mejorar el nivel de salud de los hombres amazónicos. La verdad es que existían muchas cosas y buenas y se podía trabajar sin estrecheces excesivas. Pero, en cualquier caso, lleno del bagaje de las cosas aprendidas, me sentía indefenso y necesitado de la experiencia y la veteranía de aquellas hermanas, que ya conocían el medio y a las personas de la región. Con ellas inicié esa labor y, ciertamente, ¡no me arrepiento del camino emprendido!. UNA ANEMIA QUE MATA octubre, 1970 Existía una hermosa isla frente a la bocana del río Tiputini. Como todas ellas estaba formada casi exclusivamente por un fondo de arena y una floresta de corto tiempo. Al parecer, su destino era la desaparición en pocos años. En ella vivía Domingo Tapui, considerado un sabio «yachac» por las gentes de la zona. Era, al mismo tiempo, un hombre pacífico y de buenos sentimientos. Su mujer se llamaba Corma, tenía 35 años y había entregado hasta la fecha siete hijos. Se la veía muy enferma. Su palidez era especial. Recordaba el color terroso y desleído de una tierra asolada y áspera. Su rostro estaba abotagado, edematoso. Parecía que sus parásitos intestinales, los anquilostomas, tan pequeños e insignificantes, quisieran demostrar 11
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