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El hospital que investiga 81 E n mis lecturas de juventud me fascinó siempre la figura de San- tiago Ramón y Cajal. Me pare- ció una persona repleta de una curiosidad insaciable y con un impulso incontrolable hacia la búsqueda de lo desconocido. Con medios técnicos muy limitados y en una soledad habitada por sus sueños trataba de conocer qué ocurría en la red intrincada del sistema nervioso. Para conocer más inventó técnicas y co- loraciones histológicas que le permitieran penetrar más en la estructura neuronal de los seres vivos, pensando que las estructu- ras más simples, como la retina de algunos embriones de peces, podrían proporcionar- le esquemas más sencillos para la verdadera interpretación del funcionamiento de las neuronas. Muchas noches las pasó pegado al microscopio antes de que sus escritos fueran valorados como merecedores del premio Nobel de Medicina, en el año 1906. Me gusta recoger un texto de sus escritos que dice en pocas palabras las razones pro- fundas de esta curiosidad insaciable que llenó su vida entera: “Pero el fruto más preciado obtenido de los consabidos ensayos experimentales fue la profunda convicción de que la naturaleza viva, lejos de estar agotada y apurada, nos reserva a todos, grandes y chicos, extensiones inconmensurables de tierras ignotas; y que, aun en los domi- nios al parecer más trillados, quedan to- davía muchas incógnitas por despejar”.

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