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Una selva viva y habitada 35 te día, con Santos Jota, nuestro motorista, el esposo, María Teresa y yo mismo. La envolvimos en una cobija y un plástico aislante y en una de las camas portátiles del deslizador la instalamos junto al esposo. Santos y yo ocupábamos los otros dos asientos. Cuando llegamos a Coca eran las cinco de la tarde. Pedí un coche de la misión y emprendimos viaje a Valle Hermoso, a 55 km de Coca, donde vivía la comunidad shuar y su familia. De pronto, se nos presentó una gran dificultad: el puente del Napo, en el mismo Coca, estaba en obras y lo cerraban para toda la noche en ese mismo momento. Yo llegué con el carro y logré colocarme en primera línea, detrás del “trooper” del comandante del Batallón, que vivía al otro lado y que, evidentemente, iba a pasar. Con cara compungida me presenté a su puerta y le rogué que me dejara pasar: traía el cadáver de una pobre mujer desde Rocafuerte y la llevaba a su comu- nidad. - Colóquese detrás de mí y sígame. Le dejarán pasar, me contestó. Ya era oscuro cuando llegamos a Valle Hermoso e ins- talamos la capilla ardiente, en una pequeña capilla, des- pués de llamar a los primeros responsables de la comu- nidad shuar, que vivían cerca. Pocos minutos después regresábamos. Nuevo problema al llegar al puente: no había paso y una interminable cola de carros impedía cualquier acercamiento. Yo tenía que viajar al día si- guiente a Quito. Dejé a Santos dentro del coche para pasar la noche y guardarlo y yo llegué a pie a nuestra casa. Caí fundido de sueño y cansancio, pensando que mi viaje a Quito saldría tarde y sería en avión. Pero, a las cinco de la mañana me llamaban: - Doctor, su bus sale a las 6,30. No lograba despertarme y la cabeza me daba vueltas. Cuando tomé el bus, a las 7,30, continué dormido por muchos km., hasta que, poco a poco, entré en la normali- dad de esta vida, llena de imprevistos y tareas complejas que realizar. Mientras viajaba pensaba en el absurdo de una búsque- da como la de María Teresa y su esposo, tras el tesoro de la salud, pero ¡por caminos tan torcidos! Habían gastado todo su pequeño patrimonio y, al final, ¡él se había queda- do solo! ¡No habían encontrado el camino acertado! ¡Su enfermedad podía haberse curado hoy día! Me daba co- raje ver que los pobres son explotados por quienes hacen del don divino de curar una mercancía o se mantienen aferrados a concepciones ancestrales, sin dar resquicio al aprendizaje de nuevos conocimientos.” (La Aventura de curar, “Un viaje interminable, sin retorno”, no- viembre 1991, 83-85)
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