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Curar en la selva herida 34 en Providencia o en Itaya. De tarde en tarde vemos pasar por Nuevo Rocafuerte gabarras mayores que llegan desde el Perú vecino, procedentes de Iquitos o quizás más lejos, para renovar los equipos de perforación o extracción del petróleo. Viajar a Coca, la capital de la provincia, se ha convertido en un impulso incontrolable y de esta manera aparecen las nuevas necesidades, visitar, conocer, comprar, educarse. El río es ahora una vía más transitada, donde las ca- noas a motor realizan sus turnos casi diarios para el trasporte de mercancías y personas, donde veloces lanchas rápidas movilizan en una y otra dirección al personal de compañías petroleras. Jóvenes, niños y mayores llenan esos turnos de ida y vuelta, impulsados por mil motivos, también para cobrar “los bonos” de ayuda que ofrece el Gobierno a la mitad de la población. Y con tanto movimiento, la vida sencilla y semiparadisiaca de otros tiempos comienza a desaparecer. ¿Cómo extrañarse de que también la forma de enfermar co- mienza a mostrar imágenes inéditas y patolo- gías que nunca vi en los primeros años ahora se hacen cotidianas? Nuestro pequeño hospital está acostumbrado a estos movimientos fluviales. En ocasiones los pacientes proceden de lejos y acuden de manera urgente, confiados que entre noso- tros podrán recuperar su salud. Es como un pequeño faro que alimenta sus esperanzas de vida. En nuestros archivos han quedado grabados algunos momentos especialmen- te significativos de esta selva verde, bella y a veces agresiva, que crea situaciones donde la distancia y la calidad de sus habitantes realiza esfuerzos sobrehumanos en búsqueda de la salud perdida, en ocasiones, ¡qué pena!, sin resultados positivos. “Venía desde Taisha, en la provincia de Morona Santiago y había realizado mil paradas en casa de brujos y curanderos de cual- quier especie. Era shuar, tenía 32 años, aunque parecía mucho más viejecita. Se llamaba María Teresa Ayui. Su enfermedad ha- bía comenzado, a juzgar por sus recuerdos, hacía 10 meses, con una tos persistente, temperatura vespertina y pérdida de peso. Había recibido mil remedios y miles de acciones mágicas, pero la enfermedad se mantenía arraigada en lo más hondo de su or- ganismo y seguía realizando su malévola acción. Cuando llegó al Hospital, desde la vía de los Aucas, cerca de Coca, donde vivían parientes suyos, parecía un espectro. No era necesario ser un experto para adivinar su dolencia: hay un no se qué en la expresión de un tuberculoso en fase avanzada, que lo hace inconfundible. El estudio del esputo mostraba abun- dantísimos bacilos de Koch y en la radiografía aparecían pulmo- nes invadidos en todos los campos. Cuando iniciamos el tratamiento de ciclo corto, que hoy es ad- mitido en todo el mundo, nuestra mayor preocupación era si lo toleraría o habíamos llegado demasiado tarde. Su esposo le acompañaba y se le veía cansado; parecía que ha- bía abandonado la lucha. Era triste ver a un matrimonio joven, en la última etapa de un largo viaje y saber que pronto iba a finalizar. A los cinco días María Teresa se apagó, sin angustia ni signos especiales, como la vela que se extingue, apenas con leves par- padeos. ¿Qué podíamos hacer? ¿Cómo enterrarle en Nuevo Rocafuerte, lejos de los suyos? El esposo quería llevarla, como fuera, hasta la familia de ella, en la carretera de los Aucas y entregarla a sus padres y, bien miradas las cosas, tenía razón. Primero quise organizarles un viaje con alguna embarcación que saliera de madrugada, pero mil dificultades abortaron el progra- ma. A las 8 yo mismo organizaba el viaje, previsto para el siguien-

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