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Curar en la selva herida 168 Saludamos cordialmente e inmediatamente fuimos a descansar porque al otro día tenía- mos que iniciar el trabajo. Así fue, en la mañana siguiente se inició el trabajo, con un recorrido por el hospital, y presentándonos con la gente que allí traba- jaba. De pronto, se escucha el motor de una lancha, corrí como un niño curioso y mien- tras aquel navío se acercaba al pequeño puerto del hospital, yo miraba asombrado como el sol gigantesco hacía que las ondas del rio parecieran millones de luces, oculta- das algunas de ellas por un manto de niebla tenue que cual sábana de seda desaparecía con el paso del viento; la lancha traía una emergencia, ningún médico había llegado al hospital todavía, miré pasmado como una madre con lágrimas en los ojos traía car- gada en brazos a un bebé; la acompañaba una señora con gafas, jean y el cabello claro rojizo con un estetoscopio en el cuello ade- más dos hombres que imaginaba yo era el esposo y el motorista; luego de asimilado el pánico me dirigí inmediatamente tras ellos a intentar prestar mis servicios, que nunca an- tes habían sido prestados de manera aisla- da, es decir sin supervisión o dirección técni- ca de un médico con mayor experiencia. Me dirigí al dispensario de enfermería y al fin pregunté qué es lo que había pasado, dado que mi imaginación había volado. El ambien- te que se sentía en el área de enfermería era desolador. - Es la niña, doctor, me indica la Hermana Laura, prestigiosísima enfermera del hospital. De pronto, una de las persona exclamó: “solo queremos la bendición del Padre Manuel, la niña está agonizando”. Me paralicé por completo y miré de reojo a la bebé: estaba cianótica y presentaba sig- nos de hipotermia. Está viva, clamé, voy a revisarla. La mujer pelirroja me dijo: -no es necesario, soy médica de una petrolera del Perú y con los recursos que disponemos no podremos hacer nada más por ella. En esos momentos no supe qué hacer, miraba una y otra vez a todos los personajes de aquel trágico cuadro y encontraba en ellos llanto de desconsuelo y desesperanza. Estaban convencidos de que se habían aca- bado las opciones y lo inevitable había llega- do. Pasaron no más de 5 minutos cuando el padre Manuel, Médico – Director del hospi- tal, llegó; me sentí aliviado y respaldado, miró a la niña y antes de saber su criterio pedí de favor su autorización para poder revisar a la bebé. Entonces constaté lo grave de su con- dición; era una importante neumonía com- plicada, además, de deshidratación grave y desnutrición grave, miré a los ojos al Padre Manuel y le dije: no podemos cruzarnos de brazos y dejarla morir sin hacer nada. El escenario era el peor que jamás había visto, ni siquiera en los hospitales avanza- dos donde yo había practicado. La niña, de apenas 3 meses de nacida, ya casi no respiraba, necesitaba un respirador, antibió- ticos, hidratación y alimentación especial;

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