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Curar en la selva herida 14 de ese barro, de ese frágil material. Pedro Morocho ha ido varias veces al hos- pital. Primero, con problemas pulmonares que, según dice, no le curaban en ninguna parte porque se hizo ver hasta en Colom- bia. “Acá sané y, como ve, hasta ahora no muero”, sentencia el hombre, que ha ido al Franklin Tello aquejado de varios males, in- cluyendo unas piedritas en el riñón que lo tenían adolorido o a estar en el nacimiento de su pequeño nieto, hijo de Eduardo. Para los del pueblo tener el hospital Franklin Te- llo es un orgullo: “un lugar donde nos senti- mos bien tratados y cuidados, a pesar de los males que nos aquejan”. María Charco tie- ne diabetes. No solo que ha recibido buena atención en el hospital sino que, de tanto en tanto, o las hermanas terciarias capuchinas o el padre-doctor (como le dicen en el pue- blo a Manuel Amunárriz) han pasado por su casa para visitarla y medir su glucosa. “Ya me dice el doctor que tengo que cuidarme en las comidas… hoy estoy bien, aunque a veces me siento cansada” dice doña María sobre los males que le aquejan. Doña To- masa, que lleva 27 años por esas tierras, ha ido varias veces buscando calma a sus do- lencias, con las manos amortiguadas y con dolores de cabeza. Un hospital para minorías tiene algunas ventajas: los pacientes no tienen que ha- cer eternas colas ni esperar horas de horas por un turno, por una cama, por un qui- rófano, como suele suceder en la atención sanitaria pública en los grandes centros poblados, cuyas salas de emergencia suelen no dar abasto. “Ni punto de comparación con otros hospitales que he conocido”, dice la señora Targelia, “desde el aseo hasta el tendido de las camas”. Lo dice con cierto por fortuna, un lugar ahí, en medio de esa nada, ese rincón de hospitalidad, esa mano tendida, esa acogida a la hora del dolor, ese referente que es el hospital Franklin Te- llo, desde donde se garantiza el derecho a la salud, tan promulgado en la retórica de la política, y tan ausente en casi todos esos rincones distantes de los grandes centros urbanos. No debe haber madre, en esas tierras sel- váticas, que no haya dado a luz a alguno de sus hijos, en el Franklin Tello, dice doña Targelia Alomía. Y seguramente tiene ra- zón. Ella los ha tenido ahí a todos… Toma- sa Guillén ha dado a luz a sus cuatro hijos y Lina Jota, a su segundo niño mientras que José Fidel Cuenca cuenta que sus siete nie- tos han nacido ahí. Ahí están quienes los reciben. Un equipo de enfermeras, doctores, estudiantes y her- manas capuchinas, que se alegra con el pri- mer llanto, ese llanto que dice de una vida nueva que revoloteará con las mariposas y jugará en las aguas del río, en esos rincones de olvido para recordarnos que la vida por esas tierras realmente abunda. Y también dolor, la tristeza de la pérdida de algún niño que no se ha podido salvar pese a los esfuerzos de una operación cesárea emer- gente y complicada, a quien el padre -un kichwa venido del Perú, de Torres Causa- na- con mirada taciturna y rostro descom- puesto, lleva a enterrar, mientras pide por la recuperación de la madre de sus ocho hijas vivas y del que no llegó a nacer. Eso, para recordarnos, también, que la muerte hace parte de la vida, que no hay lo uno sin lo otro, y que el ser humano ha sido hecho

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