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60 LA BELLAEASO que no la recibiesen; me declaré, por boca del por– tero, ido á París: "amainarán, amainarán,,, pensaba yo. Casualmente solíamos encontrarnos en la calle los dos, y ella, acordándose de mi ausencia oficial, me ponía una cara de dos mil demonios: casi la ca– ra de usted ahora, señor de Zubeldia! Le voy á ha– cer los honores de mi futura casa; siéntese usted sin reparo , hombre; cerquita de mí, que en estos tiempos todos somos más ó menos marqueses . Y usted también, señora andresa. No quiere? Siénte– se, repito. No? En fin, como usted guste. Castro-Elvira no cesaba de sonreírse: era tan franca la afabilidad de su entonación y modales, que á Martín se le iba rebajando paulatinamente el erizamiento de sus púas de puerco espín . Al cabo aquel señorón no se proponía causarle ningún da– ño; ¿por qué prescindir del respeto y de la amabi– lidad debidas? En buen hora desahuciarle, pero sin el agravio de grosero deporte . · ¡Cuán otros eran desde el principio la actitud y los sentimientos de Joshepa! Quería concertarse, sin remedio, con el marqués, y al mismo tiempo sacarle la enjundia y el redaño. Un marqués, si no pertenece á la clase de los tronados, por definición es persona riquísima, y Castro-Elvira, según la Mo– deshti de Garate, poseía-literalmente en castella– no-" una barbaridad de millones,,. Que pagase el capricho, haciendo de paso la felicidad de una fa– milia! Ella le había metido miedo pidiéndole..... vergüenza le causaba recordarlo ..... sin duda estaba loca entonces ..... pero puesta á pedir, y ¡á un millo– nario! pues Je había pedido..... qué atrocidad! mil onzas de oro. Estaba harta de oir las ganancias que en J ayápolis producían las ventas de terrenos: el negocio más reciente, ¡cuarenta mil duros por un trozo de arenal! El marqués la echó con cajas des– templadas, pero volvía á la carga; luego..... la con-

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