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LA BELLAEASO dose á proferir nuevas blasfemias y á silbar estri– dentemente; la carreta, sin acelerar el paso, conti– nuó su camino. Al cabo de tres cuartos de hora die– ron vista al caserío. Algún objeto llamó la atención á Martín. Se echó la mano, á estilo ele visera, sobre los ojos, defendiéndolos de los rayos solares. - ¿Qué es aquello reluciente?-m urmuró, asal– tado por súbito recelo. A medida que la visión se perfeccionaba, ahon– dábase la arruga del entrecejo y doblábase la expre– sión mohína del rostro. - Tú que tienes mejor vista, Pachika; aquello es ..... Y señaló el objeto que le inquietaba. La muchacha replicó sin vacilar: - Aquello es un velocípedo; la rueda delantera está metida dentro del portal. Martín palideció; temblaron sus labios. . - Demonio, demonio!-e xclamó á media voz. Pachika seguía mirando. - La ventana del cuarto grande está abierrn. Hay una cabeza asomada. Detrás está la madre. Quién es el otro? Le conozco; le he visto antes. Ah, si! es aquel hombre viejo vestido con pantalones de chi– co, que vino otra vez. Nosotras andábamos sacan– do fiemo; él estaba como un tonto mirándonos. ¡Buena burla le hicimos! - ¡El marqués, el marqués de vuelta!- reflexio– nó Martín. No había renunciado al proyecto, á la idea malditade quitarle la tierra, de robarle el ca– serío, de empujarle á la ciudad cuyas fauces abier– tas le aguardaban para tragárselo. Volvía, sin duda, con las manos repletas de dinero, á tentar á Joshe – pa, á soliviantarle las hijas, á obligarle á él, al amo, á perder de su autoridad, á ceder de su derecho, á beber la amarga pócima que le causaba náuseas. ¿Por qué, por qué había consentido que la mujer se vistiese los pantalones al terminar la noche de

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