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52 LA BELLAEASO zaron á recogerse el vestido y á desmontarse. Con su timbre gangoso y sus notas ligadas asemejábase el acordeón á viejo cantor borracho; la frívola vi– veza de la jota zarzuelera perdía su ritmo en el creciente aceleramiento de las notas. Sopló el vien– to; rizáronse las mates aguas del río; las lóbregas nubes, repentinamente, comenzaron á vaciarse. Despeñábase la lluvia con impetuosidad de torren– te y densidad de presa, arrastrada por el aire que la barría, batiendo á las casas de costado cual si, suspendidas las leyes de la gravedad, fluyese hori– zontalmente. Dispersóse á la carrera el grupo; refu– giáronse los muchachos dentro del ómnibus, cuyos vidrios levantaban con estrépito. Marchiku se que– dó junto á Tomasha, requebrándola y forcejeando por plantarle un beso en la mejilla.- ¡Vamos, arrea! -g ritó la gente del ómnibus, y éste partió veloz, al galope de los caballos. El cochero, de pie, molesta– do por la lluvia, hacía restallar el látigo. Corrió Marchiku tras del ómnibus, oyendo silbidos y re– chiflas. Dióle alcance, no ·sin trabajo, é intentó me– terse; pero los de dentro, por broma, no le abrie– ron la portezuela y hubo de permanecer en el estri– bo soportando la diluviana borrasca. Las lavande– ras, sustituído el acordeón por sus propios cánticos, proseguían bailando y riéndose. En el fondo gris de la espesísima lluvia parecían los peces de un acua– rio. Al desaparecer el ómnibus en el recodo de la carretera volvieron cantando al río á reanudar la faena. III La carreta crujía bajo el enorme montón de ri– zado helecho que Martín estaba apilando. Pértiga en mano, recostado el busto, de codos sobre el
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