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28 LA BELLAEAS0 El conde se interrumpió para soltar una carcajada. - Que lt parece á usted esto, Martín? de quién es la tierra? suya, ó mía? El aldeano no entendió la pregunta. Por su mente nunca había cruzado idea que se pareciese á la que oía enunciar entonces. Arrugaba la boina entre las manos, la daba vueltas, la retorcía con estrujones de lavandera; pero de aquel resobeo no brotaba la res– puesta. El conde, sin dejar de reírse un instante, le explicó en lenguaje llano la teoría de la apropiación de la tierra por medio del trabajo, el derecho del productor al producto íntegro. A Martín le impresionó y halagó la doctrina. Que la familia del conde viviese regaladamente mientras la de él echaba los bofes para pagar la renta; que en el transcurso de cien años, según el caso práctico ele Lizardigaraicoechea, aducido por el conde, la renta, ósea el valor del trabajo que el dueño percibía, re– presentase un total de tantos y cuantos miles de pe– setas, mientras que el valor del caserío y tierras os– cilaba entre la cuarta y séptima parte de la renta acumulada; que este estado de cosas pudiera pro– longarse hasta la consumación de los siglos, perma– neciendo invariable corno quien dice el valor del capital, pero doblándose cada cien años la suma de la renta satisfecha, de modo que continuamente se agrandara el ángulo abierto entre ambas cantidades, y la desproporción entre ambas viniese en cierto modo á ser infinita, ¡cosa terriblemente injusta y ve– jatoria! Pero cómo diablos no se había percatado de ello hasta entonces, ni ninguno de los caseros ami– gos y conocidos tampoco? ¡Qué brutos! Mas, por qué le rasgaba la venda el due,'ío, el propietario, el hombre que se había engordado tan inicuamente á costa ajena? Pretendía el conde burlarse de él y de todos los colonos del mundo? decirles: "sois unos borregos que se dejan trasquilar, unas bestias uncí-
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