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A. CAMPIÓN 261 VII Perico ·y Tomasha pusieron mano á los prepara– tivos del viaje. Permanecían silenciosos, agobiados por la tristeza de sus pensamientos; adusto él, llo– rosa eila. Recorrían ía habitación, abriendo y cerran– do cómodas y armarios, á la luz débil de las bombi– llas eléctricas, ó viejas ya, ó de pocas bujías. Ella procuraba separar el mayor número posible de co– sas. Perico, de cuando en cuando, desbarataba los montones. -No hemos de caminar con cargas de jumento -decía; -lo indispensable y nada más. Cada objeto segregado arrancaba suspiros á To– masha, so·rprendida de profesarles cariño: hubiese jurado poco há que le eran indiferentes! Si ella in– sistía, él se enfurecía, reapareciendo las maneras y expresiones brutales de antaño. En la calle se oía el chorreo de la lluvia torren– cial; en el espacio, las solemnes campanadas de los relojes y el mugido distante de las olas. De impro– viso retemblaron puertas y ventanas y resonó el estrépito de las tejas desprendidas. Por el resquicio de los balcones penetró el resp landor de un relám– pago, seguido de un trueno seco y de la furiosa pe– drea del granizo contra los cristales. Tomasha, á cada fulguración, hacía la señal de la cruz. Arrodillada en el suelo, liaba el hato extendido sobre el trozo de hule. Sus propósitos desfallecían á proporción que las campanas tétricas de los relo– jes aproximaban la hora de la partida. El torbellino de ideas y el embate de afectos se orientaban en di– rección opuesta á la primera . Las razones que la impulsaron á seguir al hombre engañoso, estimába– las ya desprovistas de sustancia. El remordimiento
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