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A. CAMPIÓN 209 · El aire, la frescura del entablado bajo los pies desnudos, borraron en un instante el malestar ar– doroso del insomnio. La luna, oculta tras las cum– bres negras del horizonte, irradiaba pálido fulgor argentin? que el oriente trocab_aen un delica?ísimo matiz gns perla. Al soplo del aire blando, cop1tosde bruma vagaban á ·flor de tierra cual las hojas de un árbol fantasma. Los dos arroyuelos que por dere– cha é izquierda servfan de límüe á Eguren, entona– ban el coro de sus voces cristalinas, interrump ido por suspiros; mas atrás, en la encañada, antes de bifurcarse,mugía sordamente el riachuelo . El gris perla se tiñó de rosa, cada vez más pur– purina, y luego este color se diluyó en una onda de áurea luz que caminaba saltando de risco á risco. Sonó el canto de las oropéndolas, cuyo traje de ra– so amarillo con negros toques de terciopelo res– plandeció entre las hojas de un grupo de álamos, herido por los primeros rayos del sol. El Biandiz se recogíael largo manto de nieblas, descubriendo po– co á poco su saya de esmeralda; conservó algún tiempo su grisienta caperuza, la cual antes de des– garrarse dióse el lujo de parecer de grana .' Con la claridad á una llegaban los gorjeos de los pájaros, <mal si la luz estuviese hecha de música. Martín bajó á la pradera esmaltada de flores azu– les, amarillas, rojas; en sus pies afinados se clava– ban espinas: casi no las sentía: le embriagaba el aroma de la menta silvestre. Un lejano campaneo de aldea, apenas perceptible, llegó á sus oídos; se postró de rodillas y se persignó:-"Bendito seas, Dios, que hiciste el campo,,, y rezó las avemarías, y continuó recorriendo la hacienda hasta llegar al límite septentrional de ella, ó sea la arboleda de fresnos. Miró á los árboles y los vió prendidos de joyas vivientes: las cantáridas que lucían su esmalte de oro .verdoso; las maestras cantoras de la selva, u
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