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A. C..\Mrr0N 19 ción del agua, comenzaron á escarbar el montón de plata, resaltando entre su blancura la piel morena, marcadamente azulada en las yemas y junturas de los dedos, y en los bordes de las palmas, gracias á la seca espuma del jabón. Pronto las monedas estu– vieron apiladas según su especie, y lista la suma. -Bien; ahora mira lo que dicen éstos, y sepamos á cuánto monta el todo. Joshepa tomó los resguardos de la cartera, leyó las cantidades, y arrugando el entrece jo, con aire ·meditabundo movió en silencio los labios, á la vez que el índice de la derecha recorría velozmente los dedos de la mano izquierda . Reinó un silencio absoluto; podían contarse las gotas de agua que se escurrían desde las sayas de la lavandera. -Nueve mil trescientas pesetas,-dijo al cabo. Los ojillos azules del aldeano respland eciero n. Irguió la cabeza y respiró desahogadamente. Expe– rimentaba orgullo y alegría. -¿No te equivocas? sacaste bien la cuenta? Yo pensaba que apenas llegaban á siete mil. -Hombre, la cuenta está bien; no me cabe duda. ¿Qué te propones? á que viene este recuento? De aquí á muchos meses nó necesitamos de nada..... -Empollo mi idea, Joshepa, - replicó zalamera- mente. La mujer se puso en guardia . -Dios quiera que sea buena. -Buena; ¡ya lo creo; y tan buena! Verás. El do- mingo me voy á Yayápolis. --A gastarte las nueve mil pesetas? Esta imposible perspectiva incitó el buen humor de Joshepa, y se reía. - A gastármelas, sí; á volverme sin una perra. – replicó Martín, riéndose también, deseoso de enca– rrilar el diálogo por la vía del buen humor.
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