BCC00R49-5-16-1700000000000000410

114 LA BELLAEASO los dedos. Aquellos se habían ido, para no volver, por el espacio inmenso. Guzirako temía un estallido de cólera. El oroa. nismo débil de Martín carecía de arrestos para etto· toda su intensa emoción se desahogó en llanto ner~ vioso, con muecas y visajes pueriles. - Para esto trabajar toda la vida! yo, la mujer las hijas! privarse de mil gustos! estar poniendo la~ monedas una sobre otra, levantando el montoncito á fuerza de tiempo! Siempre con miedo..... y yo mismo entregárselas á los ladrones! Ah! por qué vendí el caserío? por qué me vine á la ciudad? ¡Cuánta razón tenía el señor conde! Emparedado en su idea fija, varió de mil modos estas frases, valiéndose, ora del castellano, ora del baskuenze. Al cabo, puestos los codos sobre las ro– dillas, se tapó la cara con las manos y guardó un silencio fosco. Algún espasmo, á manera de onda, interrumpía de vez en cuando la inmovilidad esta– tuaria del cuerpo. Guzirako era hombre cuyas buenas prendas di– manaban de la naturaleza. no de la virtud. El im– pulso directriz de su vida, el egoísmo, estaba tem– plado por el gusto en hacer favores, la jovialidad, la liberalidad y la blandura de corazón. Ante él las lágrimas constituían el mejor de los argumentosale– gables. Nunca las vió correr, como consecuencia de algún acto inmoral suyo, sin que procurase enjugar– las. Las desdichas que no presenciaba, por grandes que fuesen, nunca le conmovían; la compasión real– mente era una forma de su epicureísmo. Apoyada la cabeza de Martín sobre las manos~ poníase al descubierto la mayor parte de su cuello flaco, blanco, duramente modelado por los tendo– nes, nervios y músculos enjutos. Guzirako recordó el inorrillo carnoso, sanguíneo, moreno, de otros tiempos. Tan notorio signo de empobrecimiento

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz