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112 LA BELLAEASO juicios de residencia, y en razón directa á su flaque– za y á la estolidez pública acentuaban la amenaza espanto de los tímidos. El montón de tierra muert~ se daba ínfulas de volcán. Martín, con los tímidos é ignorantes, temblaba. No se le ocultaron á la andre el desasosiego, la tristeza, las cavilaciones de su marido, cuya restau– ración fisiológicase detuvo cual si la salud de él hubiese experimentado algún oculto contratiempo. Pretendió ponerle de nuevo en manos del médico: Martín se opuso enérgicamente; temía que D. Te– lesforo puntualizase su advertencia alarmista; pre– fería el fuego lento de la incertidumbre al golpe se– co del desengaño. El 1. 0 de Enero recibió carta de D. Juan Bautista Irigoyen, dándole cita en su escritorio á las once de la mañana siguiente. Iba á despejarse la incógnita, sin duda, á penetrar la luz en la oscuridad; experi– mentó miedo; no pudo cerrar ojos durante la noche. Con la undécima campanada penetró en el alegre despachQde Guzirako, y eran hasta tal punto visibles las reliquias de la enfermedad, del tratamiento, der régimen y de los quebraderos de cabeza, que don Juan Bautista lanzó una exclamación. -Le pasa á usted algo, hombre! está usted en– fermo? - Ahora no; tuve una vuelta de sangre á la cabe– za. Por poco me llevan á Polloe, á juntarme con el abuelo Shidoro. Tampoco D. Juan Bautista mostrábase en su es– tado normal. Faltábanle la alegría del rostro, el em– perejilamiento de la persona, el pulcro peinado de la barba, luenga y par_tida, abanic.:ode plata abierto sobre el pecho. Señaló á Martín una silla, cerró la puerta del gabinete y empezó á pasearse, metidas las manos en los bolsi!los, rehuyendo mirará su vi– sitante, cuyos ojos le atisbaban enfadosamente in-

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