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110 LA BELLAEASO II ¡De perderse! Estas palabras fatídicas se incrus– taron en el cerebro de Martín: le taladraban la fren– te de cabo á cabo, como barra de acero puntiaouda y cortante. A veces le había asaltado el temo~ de que los desastres de la guerra ejercieran algún ma– léfico influjo sobre los valores. Él no entendía de esos asuntos; á qué embarullarse los sesos? Oía de– cir que el valor del oro aumentaba sin cesar, y en oro le pagarían el dividendo de las Ibéricas el 2 de Enero! Por tanto, aunque aparentemente las cosas · marchasen por mal camino, de hecho el desastre se traducía en prosperidad inaudita. Esta descon– certante paradoja, por sí misma, le persuadía á no enfrascarse en las honduras de la política y de los negocios económicos, libro de siete sellos para un ignorante aldeano. La visión de las relucientes mo– nedas de oro iluminaba los horizontes venideros, y ella recreaba la imaginación de Martín. En la taber– na los socialistas clamaban contra la depreciación de la moneda, nuevo crimen del capitalismo, leña– dor del árbol caído de la patria, invención burguesa de las más fructíferas; profetizaban el curso forzo– so del "papel mojado,,, el encarecimiento fabuloso de los artículos de primera necesidad, la ruina com– pleta y el hambre de los pobres. Martín disimulaba el contento que los augurios sobre la depreciación del billete y encarecimiento del oro le producían. Sin comerlo ni beberlo se iba á encontrar poseedor del metal más precioso, del que ni de vista conocían ya la mayor parte de los españoles. ¡Oh Guzirako prodigioso! De pronto la frase alarmista de Irisarri cubrió con su nubarrón el horizonte dorado. Algo sabría,

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