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10 LA BELLAEASO la codicia del dinero que esa tierra podía proporcio– narle en una compra por capricho y lujo? ¿O sien– do él opuesto á la venta, temía que otras voluntades se impusieran á la propia? El marqués encomendó al tiempo el cuidado de descubrir los verdaderos motivos, que tan poco le importaban; mas entendió que debía renunciar por entonces á dominar una si– tuación despejada. -Piénselo usted, buen hombre; no es puñalada de pícaro. Mi familia se va á París; yo me quedo aquí por asuntos pendientes. Soy el marqués de Castro-Elvira; ahí tiene mi tarjeta con las señas . Si usted no va á buscarme, yo volveré antes de regre– sar á Madrid y le tentaré de nuevo. Pagaré bien; pero nada de locuras, ¿eh? Adiós. El aldeano tomó la tarjeta y se la guardó dentro de la faja. -¡Ah! ¿Cómo se llama usted? -Martín Zubeldia, señor. -¿Y la casería? -Lizardigaraicoechea. -¡Caramba! ésa sí que pertenece al diccionario de las palabras mayores. Lizar... guri. .. echea ... qué diablos! la casería de Martín. Hasta la vista! El marqués agarró la bicicleta y enderezó los pasos hacia el camino carretil. Antes de bajar la cuesta se detuvo á contemplar el paisaje. Le pareció aun más bello que á primera hora. Durante su plá– tica, el viento había cambiado: á la brisa del mar que enturbia el horizonte, y aleja los objetos y diluye la limpieza de formas en brumosa penumbra, había sucedido el viento sur, diáfano y claro. Los montes distantes, borrosos peñascos ahora poco, aproxima– dos por el nuevo ambiente cristalino y luminoso dejaban contar sus caseríos, y los maizales, prade– ras y manzanales que les rodean. Al costado de las colinas brillaban los arroyos, como el manojo de

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