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Á. CAMPIÓN 7 creo! Ésta si moriría, dos brasos cortar á mí. Ya es– tá vergonsando, de ella porque nos hablamos. En baskuenze dió orden á Paéhika de que con– dujera la carreta á la heredad. El marqués aprovechó los momentos para obser– var á la muchacha, la cual era de estatura regular, más bien corta. El sexo, embastecido por músculos hombrunos, se desquitaba en la abultadísima pro– eminencia del pecho; la suavidad de los ojos garzos y la expresión francamente alegre y bondadosa del · rostro atenuaban la vulgaridad de una fisonomía compuesta de facciones comunes. El padre proseguía enumerando las cualidades de la hija predilecta: al marqués le sonaban las frases á elogio de una bestia de carga y arrastre, animosa y dócil. Por fin se resolvió á ingerir la pregunta, hacía tiempo preparada. -Dígam e usted, buen hombre: la casería es de usted, ó la lleva en renta? El aldeano se calló, sorprendido; había deseado mostrarse amable con aquel señorón que tan cor– tésmente le ponderaba ciertas circunstancias del ca– serío, que á él le parecían insignificantes. Por co– rresponder suministró algunos cuantos pormenores de orden externo , referentes á la familia; mas la in– esperada pregunta le sonó á inquisición inmotivable y redujo á cero la tendencia expansiva, nativamente escasa. Quitóse la boina, y del doblado borde sacó la pipa de barro, cuya carga comprimió cachazuda– mente con la áspera yema del índice, y rompió el silencio diciendo: - Pósporo si quiere dar; en casa y..... El marqués le tendió la fosforera. La linda joyita de oro y pedrería comenzó á dar vueltas y vueltas en las manos callosas del casero, embadurnadas de fiemo. Al cabo agarró la fina mecha pendiente y comenzó á tirar de ella, hasta arrancarla.

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