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XXVI PRÓLOGO A pesar del envalentonamiento de los que traba– jan por matar á San Sebastián, transformándolo en centro de misticismoagudo, no temo que la deca– dencia venga por ese lado. Todos esos trabajos de zapa podrán, acaso, acarrear perturbaciones de mo– mento, pero serán pasajeras. La vida resurgirá, si cabe, más poderosa que antes. Temo más bien á la frivolidad,al egoísmo sibarita, á la vanidad ridícula endiosada, á la adulación cortesana, al rebajamiento de los caracteres, al agotamiento de las energías. ¿Habré de decir algo del juego, ya que inciden– talmente aparece más de una vez en La Bell a Easo? Allávoy. No he podido aún comprender pasión para mí tan extraña, pero estoy convencido de que pretender desarraigarlade golpe y porrazo, por me– dio de disposiciones legislativas,constituye una cán– dida utopia. Creer que con leyes y reglamentos se . va á acabar de pronto. con el juego, con el alcoho– lismo, con la prostitución, etc., equivale á tanto co– mo establecer por decreto la perfección humana. Ahuyentado el juego de los casinos se refugia en las casas particulares, en los tugurios, en todos los escondrijos. Prueba de ello es que en una provincia nada lejana, que alardea de sentimientos católicos á toda prueba, el tal vicio, extendido de un extre– mo á otro de su territorio, constituye una plaga ca– racterística. En cambio las personas de San Sebas– tián que lo practican son, dígase lo que se diga, contadas y conocidas. El gran contingente del tape– te verde es forastero. La supresión de los vicios constituye el ideal ha– cia el cual debe la sociedad irse aproximando con energía y tenacidad, aunque persuadida de antema– no de que lo alcanzará cuando la asimptota toque á la curva, es decir, en el infinito. ·
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