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PRÓLOGO XXV Supongo que mi pensamiento está bien claro. Se– ría un mal grandísimo que San Sebastián se ena– morase de un ideal representado ·por el festejo infi– nito, como finalidad y objeto de la vida; pero no quiero decir con esto que yo mismo no sea decidi– do amigo y partidario de todo género de distraccio– nes cultas, prudentemente colocadas y espaciadas. A ese género pertenecen las procesiones de carro– zas, análogas ó iguales á la descrita en La Bella Easo. El año pasado fué, al parecer, una fiesta de .esas, objeto de burdas intrigas dirigidas por deter– minada institución,que .no quiero nombrar, con ob– jeto de que fracasase. No pude contemplar las ca– rrozas del carnaval de 1908,por encontrarme ausen– te aquellos días, pero he visto otras semejantes, verdadero derroche de excelente gusto artístico. En ellas, y lo mism·o aseguran ocurrió en la procesión de 1908, no había el menor motivo ni el más lige– ro pretexto para que la más austera moral pudiera censurarlas . El ascetismo tiene perdida la partida. Entenebre– ció la Edad media y penetró en el Renacimiento; quiere aun ahora destruir la vida armónica del ser humano, renegando del cuerpo y tratando de con– vertir en inmenso y triste convento á ·Ja sociedad entera. ¡Tarea inútil! El sentido de la vida, que va indisolublemente unido á ella misma, se opone al ascetismo místico. Queremos vivir; no nos es posi– ble concebir nuestra destrucción. La gran mayoría de los fanáticos ama también la vida: contados son los que verdaderamente se alegran de los dolores y enfermedades del cuerpo, escasísimos los que ven llegar con satisfaccióníntima sus últimos momentos. Criticáranse las máscaras sucias, feas y groseras del carnaval, criticáranse las borracheras burdas de malgusto,criticáranseciertosbailesde tendenciasobs– cenas, y yo me manifestaríaconformede todo punto.
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