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CÁPfTULO SÉPTIMO I E hecho, desde que los Zubeldia vinieron á vivir á la calle, andre J oshepa asumió la dirección de la familia. De las "cosas de la ciudad,., de los de– rroteros que habían de seguirse, Martín no entendía palabra; era incapaz de dar con– sejo, de vislumbrar soluciones, de tomar iniciati– vas. Parecía un árbol desarraigado. Si alguna pre– gunta le dirigía andre Joshepa sobre el gobierno de la casa, la respuesta era invariable: un enco- · gimiento de hombros. Taciturno, displicente, abu– rrido por la ciudad, apenas desplegaba los labios sino para decir, aludiendo á la muerte del po– bre aitona: "mal principio, mal presagio,,. La mu– jer, conocedora á su modo de la psicología del al– deano, estimaba que el único tratamiento de la hi– pocondría era la buena mesa. "Mejor es- pensaba la andre-que no te mezcles en nada; te daré el gran trato, comer y pasear; te cebaré como á los capones,,, Aunque Martín desarrugaba el ceño du– rante las comidas, después volvía á fruncirlo. Así es que cuando llegaron las faenas de primavera y

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