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PRÓLOGO XIX deanos, los modestos burgueses, los profesionales de los pueblos, todos á porfía parecen empujados por fuerza irresistible hacia los grandes centros de población.Invaden la ciudad, pero ésta se venga. Las habitaciones de espacio insuficiente, la falsificación de algunos alimentos, la agitación exagerada de la vida, los gastos originados por la carestía de muchos artículos y por ciertas costumbres que llegan á to– mar el carácter de ve1daderas necesidades, y en fin, el vicio, empiezan por arruinar á los que vi– vían sosegadamente en sus pueblos y campos; la anemiay las enfermedades acaban después con ellos. Así se disgregan y desaparecen tantas y tantas fami– lias, devoradas por la locura del vértigo moderno. Para uno que flote y llegue á la ansiada meta, cien– to fracasan miserablemente. Los pensadores, los sociólogos, los que ven más allá del acontecimiento diario, pasajero, han dado y siguen dando la voz de alarma contra el abandono de campos y localidades pequeñas. Nadie les hace caso. La humanidad, sometida á las leyes que presi– den á sus destinos, no se detiene en sus movimien– tos de flujo y reflujo, de cambios á uno y otro lado, porque unos cuantos observadores le adviertan los peligros que corre; de la misma exacta manera que no arredran al emigrante ni la posibilidadde naufra– gios en alta mar ni la de chocar con arrecifes cerca de las costas. Un querido amigo, muy conocido en San Sebas– tián, fundó, creó más bien, hermosa propiedad rús– tica en la falda del monte !gueldo. Allí construyó su cómoda pero modesta casa-vivienda y á ella se tras– ladó con su familia, para mejor dirigir los trabajos agrícolas que conocía como pocos. Más de una y dos veces me dijo el buen amigo que cuantos case– ros se limitaban á cuidar de su hacienda y labor vi– vían bien, cubrían con holgura sus gastos y hasta
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