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148 LA BELLAEASO del muelle desembocaban grupos de marineros ta– citurnos, con el andar oscilante de quien no siente en virtud de hábitos contrarios, la estabilidad dei suelo; de sus pantalones de hule chorreaba el agua. A medida que los grupos se repartían por las calle– juelas vecinas, sonaban gritos y cánticos en las ta– bernas. Lajumera se aproximó al arco central. Una boca– nada de aire, hálito del mar y de la noche misterio– sos, le enfrió la cara enardecida. En un ángulo del muelle, en la penumbra del alumbrado público se agitaba un grupo femenino, con revuelo de gaviotas y vocerío de plazuela. Lajumera titubeó entre re– troceder ó avanzar. Varias sard ineras que corrían hacia la ciudad pasaron junto á él tan de prisa, que la imagen visual se reduío á dos ó tres rasgos: á las sayas flotantes, á los pies blancos sobre el adoqui– nado ennegrecido por el carbón. Dos ó tres de ellas, al verle, se detuvieron á espiarle; á sus oídos llegaron calincativos injuriosos en castellano y otros en baskuenze, cuya entonación le traducía el sig– nificado. El amor propio puso nn al titubeo de Lajumera. Desembozóse del tapabocas con gesto desafiador y se acercó al grupo, aparentemente compacto desde lejos, pero realmente subdividido en otros varios. Mientras unas mujeres disputaban y algunas tras– mitían órdenes, las más, charlando, á la espera del turno, apoyada en la cintura la cesta vacía y soste– nida por el brazo en flexión sobre el borde opuesto de ella, se arremolinaban tumultuosamente. Una mujer, á la orilla del muelle, circuida de muchas que estiraban el cuello para mirar al tenebroso hue– co, desgreñada y sudando, alto el refajo á la rodi– lla, abierta por el anhelo la boca, cuyos solitarios colmillosequiparaban sus labios á los del jabalí, arrastraba, subiéndolo á tirones de cuerda, un ces-

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