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PRÓLOGO XIII La desgracia cae, en efecto, sobre los Zubeldía. Fácil hubiera sido al autor emplear el conocido tó– pico de las irremediables y totales catástrofes, con objeto de producir intensa emoción, amontonando acontecimientos trágicos. No lo hace así y le felicito sinceramente por ello. La caída de los protagonistas es dolorosa, pero no irremediable; el batacazo es fuerte, pero no mor– tal; resulta tristemente instructivo el desenlace, pero en él existe un elemento de consuelo y de esperan– za en días mejores . Es la doctrina caritativa y simpática de la rehabili– tación, del amor al prójimo, puesta en acción á lama– nera de Dickens, de Tolstoi y de tantos hombr es de buenos sentimientos como han manejado la pluma. Recuerdo aún sin quererlo el pronunciado sabor de amarga tristeza y de repugnancia, esta es la pa– labra, que me dejó la lectura de la en un tiempo famosa novela Pequeñeces. El castigo tremendo sigue allí á la falta, sin remisión, alcanzando no sólo á los culpables; sino también, y esto es lo antipático y duro, á los inocentes. Es el código penal inflexible y cruel que parece complacerse en destruir al pecador. Diríase que rige los destinos de aquellas gentes la dura y rencorosa Ley vieja. La doctrina del perdón y de la caridad, predicada por jesús y aceptada todavía, felizmente, lo mismo por creyentes que por incrédulos, impera en la sociedad humana y palpita en la novela de que me ocupo. · Cuanto ocurre á los otros personajes de la narra– ción es episódico ó de importancia secundaria, lo mismo que las verdaderamente preciosas escenas que el autor interc ala en su obra, y de las cuales no puedo pas ar en silencio el baile del caserío Sasieta, la muerte del asmático anciano Ishidoro al ser tras -
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