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72 LA BELLAEASO tro del soportal los hombres se apiñaban dándose de empellones por salir y entrar á la sidrería. El humo del aceite frito, por encima de las cabezas, entre las columnas tendía su velo azulado, provo– cando carraspeos de garganta. El efecto bullicioso y jovial de la sidra se notaba por todas partes: mano– teos, preguntas y respuestas á gritos, carcajadas, na– rración de chascarrillos, diálogos que, sin retenerla, se disputaban la atención sostenida de los conver– santes. Los más borrachos cantaban: añejas cancio– nes melancólicas de noble melodía, los del campo; modernos couplets plagados de obscenos equívo– cos, los de la ciudad. Fuera, sobre la hierba, á gui– sa de animales monteses, brincaban las aldeanas, lo– cas de alegría porque les suministraba pareja mas– culina el elemento forastero. Por momentos aumen– taba el número de los que interpelaban al de la filarmónica con el apelativo de motel, cebándole á verter las injurias de su lengua estropajosa y á so– nar el ronquido de sus tuerdas vocales enfermas. Las risotadas femeninas dominaban el barullo, en– sordecedora notificaciónde que las muchachas se divierten. No todas, sin embargo. Guadalupe, la costureri– lla de la famosa modista Dolores, daba señales de impaciencia en el corro jovial de sus amigas y ami– gos: recogiéndose la falda se entretenía en imprimir la contera de la sombrilla sobre el cuero rojo y bri– llante de sus zapatos; vuelta la cabeza hacia los montes lucía el perfil de la cara, lindamente trazado por la línea recta de la frente, la curva graciosa de la nariz y la menuda proeminencia de la barbita. -Por Dios, chicas! vámonos; va á llover, y mucho. - Qué importa, mujer? Ya tenemos paraguas– contestó Catalina, fresca muchachona que aun no había perdido el certificado de su origen casero.
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