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EL PAÍS DE LA GRACIA mente me defendra y me libraba de no pocos desafueros . Para abreviar contaré un sólo caso . Cierto dia en que yo faltaba, el tabernero veci– no, por no sé qué batalla, vociferaba insolencias debajo de mis balcones, mientras mi mujer é hijas yacían muertas de miedo. Oyelo ei coro– nel, sale indignado al balcon, pone de chupa de dómine al deslenguado, y avísale con entereza que él se encarga de meterle en cintura si en lu– gar de ladrar, como mastin que es, á los bribo– nes de su taberna, sigue molestando con sus graznidos á la gente más honrada de la pobla– cion. ¿Qué les parece á ustedes? ="fosotros le mirábamos con tanta ley como á uno de la fa. milia ( 1). Durante este relato, con que D. Fermin triunfaba finamente de sus in ter locutores, éstos tascaban el freno, mordian el cigarro, y espera– ban que pasara el chubasco. El cual, no acabó tan presto, porque el coro– nel salió llevando á Juan Eguía de la mano y exclamó: - Les presento á ustedes á mi bienhechor D. Juan !·~guía. - ¿Su bienhechor? - Sí, señores . E l señor acaba ele recordarme
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